HISTORIAS Y PERSONAJES DE MI PUEBLO
San Jorge, pueblo lacustre adornado por el inmenso Lago Cocibolca
Amadeo Albuquerque Lara
Estas historias las escribo exclusivamente para mis tres hijas e hijo, y sus respectivas familias.
De los recuerdos de mi niñez y adolescencia, vienen a mi memoria los paseos
de los tiburones por la orilla del Lago Cocibolca, muy visibles las aletas
típicas que anunciaban su presencia. Por fortuna, nunca supe que esos tiburones
agredieran a alguien. Recuerdo que una vez, un hacendado vecino de mi familia,
quien siempre portaba un rifle 22, le disparó a una tortuga que erguía el
cuello muy cerca del muelle. Uno de los muchachos que acostumbraba nadar por el
muelle, saltó al agua para recuperarla, pero al ver que a los tiburones les
había atraído la sangre de la tortuga, y estaban tratando de devorarla,
inmediatamente se regresó a refugiarse en el muelle. Este incidente produjo en
mí un terror a los tiburones y por eso, no aprendí a nadar en ese lago tan
atrayente.
Ahora voy a referir otro recuerdo de mi niñez. Recuerdo a los vendedores
ambulantes de telas, exclusivamente. La gente de mi vecindario los llamaba
árabes. Algunos andaban a pie cargando sobre sus hombros las maletas de tela de
variados diseños; otros más pudientes, cargaban los grandes rollos de tela en
una camioneta. Por mi casa solía pasar un árabe, vendedor de telas que le
ofrecía crédito a mi mamá, aun cuando ella le dijera que no tenía dinero, él le
respondía: “No importa, yo espero”.
Los nuevos vendedores ambulantes de hoy en día son nicaragüenses. Algunos
cargan los productos en bicicletas; otros en motocicletas, pero hay quienes
ofrecen su mercancía en camionetas de tina. Los clientes de estos vendedores
los llaman “semaneros”, porque los cobros los hacen semanalmente. Son pequeñas
tiendas ambulantes que actualmente venden de todo, incluso muebles, cocinas,
refrigeradoras y hasta pantallas de televisión.
Para pasar a otros recuerdos, viene a mi memoria Nachito. Nachito era un
limosnero que en una botella de litro mezclaba sopa, leche, pinolillo, o
cualquier bebida que le regalaran, en su recorrido por los barrios de San Jorge.
Nachito vestía de saco que una vez fue blanco, pero que en la actualidad lucía
amarillento. La mezcolanza de bebidas, por las noches hacían una fuerte efervescencia
de manera que el tapón saltaba por los aires. Nuestro personaje dormía en
cualquier casa que le brindara alojamiento. También este personaje tenía complejo de cura
párroco; por eso, ofrecía “sus servicios sacerdotales” para efectuar la
ceremonia del matrimonio a parejas que él observaba juntas en los hogares. Una
vez que él realizaba “la ceremonia del matrimonio”, le decía a la pareja que le
seguía el juego: “Ya pueden dormir juntos”.
Otro personaje que deambulaba por las calles era la Chabela Meja. Ella era
víctima de los muchachos del pueblo, especialmente cuando andaba con un “santo”
cargándolo en sus brazos pidiendo limosna supuestamente para el santo. En la tradición del pueblo católico de San
Jorge, era costumbre que un devoto o devota recorriera los alrededores del
pueblo cargando una imagen en sus brazos, recogiendo dinero para los gastos de
la iglesia. A esta práctica de pedir limosna le llamaban “demandar”, cargar la
imagen para que los fieles depositaran monedas en la alcancía que acompañaba a
la imagen. Entre los fieles “demandantes” sobresalía la Chabela Meja, no
recuerdo a otra persona. Pero los muchachos le salían en las esquinas por donde
ella iba a pasar y le gritaban: “mee jaa, jaa vaca vieja”. Esta burla desataba
la furia de la Chabela y comenzaba a gritarles improperios agotando las letras
del alfabeto español; pero al terminar la retahíla, les decía: “no les digo más
porque aquí llevo al santo”.
Andrés chorizo era otro personaje que cargaba ese apodo por su alargada
nariz rojiza y un poco caída. Este personaje vestía un saco o chaqueta bastante
raída por el uso diario y constante, pero que lo distinguía entre los demás
personajes pueblerinos. El pobre Andrés era víctima de las burlas de los
muchachos del barrio. Naturalmente, las burlas provocaban la furia de don
Andrés y buscaba piedras en el suelo para vengarse, pero los avispados chavalos
salían corriendo para esquivar las pedradas. A pesar del apodo que cargaba, y
de su voz nasal, no tenía complejos. Se paseaba por las calles del pueblo,
especialmente por las tardes.
“Las sombreronas”: la Pola sombrerona y la Guadalupe sombrerona eran
hermanas, y siempre andaban juntas y trabajaban juntas. Eran mujeres que
trabajaban en el campo bajo los rayos del inclemente sol tropical. Para
librarse un poco de las quemaduras del sol, ellas usaban enormes sombreros de
alas grandes, afianzados con barbiquejos. Estos sombreros aludos generaron el
apodo de “Las sombreronas”. Como respuesta a este “mal nombre”, ellas
correspondían con una andanada de palabras soeces que hacían saltar de las
tumbas a las pobres madres de los inoportunos chavalos.
Otro personaje que viene a mi memoria era don Sigfrido. La gente del barrio
del cual él era visitante frecuente, lo llamaban Sigfredo o Sifredo. El nombre
Sigfrido tiene una historia mitológica que no estoy seguro si quienes lo
nombraron así en su bautismo, hubieran tenido conocimiento de ella. La historia
es la siguiente: “Sigfrido, proveniente de Sigurd (en nórdico antiguo:Sigurðr)
o Siegfried (en alto alemán medio: Sîvrit), es un héroe legendario de la
mitología germánica, que al matar a un dragón y bañarse con su sangre se volvió
inmortal”.
Resulta que don Sigfrido visitaba mi casa buscando si había algo qué comer,
cuando yo era muy pequeño; pero recuerdo que él le tenía miedo al crucifijo que
mi mamá mantenía en una repisa a la entrada de la casa. Si él miraba la imagen,
no entraba porque ahí estaba “la dormilona”. Mi mamá, como católica que era en
esos tiempos, mantenía una repisa llena de imágenes, entre la que sobresalía el
crucifijo de regular tamaño.
Todas esas imágenes desaparecieron cuando mi mamá se convirtió al
Evangelio. Los vecinos la criticaron con comentarios ofensivos; pero algunos le
solicitaban algunas de las imágenes. Yo nunca le pregunté qué hizo con ellas,
pero desaparecieron de la repisa. Gracias a Dios que su conversión fue genuina,
porque yo nunca le pedí que se deshiciera de ellas. Al principio, cuando estaba
recién convertida, los misioneros nazarenos la llegaban a traer a su casa en
sus camionetas; pero ella se cubría la cara con un pañito al pasar por las
casas vecinas. Sin embargo, ya cuando se hizo miembro de la iglesia, llegaba a
pie especialmente los domingos.
Estas historias han quedado grabadas en mi memoria, así como otras muy importantes
también. Recuerdo que mi papá a veces me llevaba a su lugar de trabajo en Tola,
a una hacienda llamada “Sacuanjoche”; pero los vecinos del lugar le decían “Cuacuanjoche”.
Como mi papá era también carpintero, fabricaba casas a su patrón, don Adolfo
Pastora, a la orilla del mar, en la población de Brito.
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