martes, 5 de noviembre de 2024

 

HISTORIAS Y PERSONAJES DE MI PUEBLO

San Jorge, pueblo lacustre adornado por el inmenso Lago Cocibolca

Amadeo Albuquerque Lara

Estas historias las escribo exclusivamente para mis tres hijas  e hijo, y sus respectivas familias.

De los recuerdos de mi niñez y adolescencia, vienen a mi memoria los paseos de los tiburones por la orilla del Lago Cocibolca, muy visibles las aletas típicas que anunciaban su presencia. Por fortuna, nunca supe que esos tiburones agredieran a alguien. Recuerdo que una vez, un hacendado vecino de mi familia, quien siempre portaba un rifle 22, le disparó a una tortuga que erguía el cuello muy cerca del muelle. Uno de los muchachos que acostumbraba nadar por el muelle, saltó al agua para recuperarla, pero al ver que a los tiburones les había atraído la sangre de la tortuga, y estaban tratando de devorarla, inmediatamente se regresó a refugiarse en el muelle. Este incidente produjo en mí un terror a los tiburones y por eso, no aprendí a nadar en ese lago tan atrayente.

Ahora voy a referir otro recuerdo de mi niñez. Recuerdo a los vendedores ambulantes de telas, exclusivamente. La gente de mi vecindario los llamaba árabes. Algunos andaban a pie cargando sobre sus hombros las maletas de tela de variados diseños; otros más pudientes, cargaban los grandes rollos de tela en una camioneta. Por mi casa solía pasar un árabe, vendedor de telas que le ofrecía crédito a mi mamá, aun cuando ella le dijera que no tenía dinero, él le respondía: “No importa, yo espero”.

Los nuevos vendedores ambulantes de hoy en día son nicaragüenses. Algunos cargan los productos en bicicletas; otros en motocicletas, pero hay quienes ofrecen su mercancía en camionetas de tina. Los clientes de estos vendedores los llaman “semaneros”, porque los cobros los hacen semanalmente. Son pequeñas tiendas ambulantes que actualmente venden de todo, incluso muebles, cocinas, refrigeradoras y hasta pantallas de televisión.

Para pasar a otros recuerdos, viene a mi memoria Nachito. Nachito era un limosnero que en una botella de litro mezclaba sopa, leche, pinolillo, o cualquier bebida que le regalaran, en su recorrido por los barrios de San Jorge. Nachito vestía de saco que una vez fue blanco, pero que en la actualidad lucía amarillento. La mezcolanza de bebidas, por las noches hacían una fuerte efervescencia de manera que el tapón saltaba por los aires. Nuestro personaje dormía en cualquier casa que le brindara alojamiento.  También este personaje tenía complejo de cura párroco; por eso, ofrecía “sus servicios sacerdotales” para efectuar la ceremonia del matrimonio a parejas que él observaba juntas en los hogares. Una vez que él realizaba “la ceremonia del matrimonio”, le decía a la pareja que le seguía el juego: “Ya pueden dormir juntos”.

Otro personaje que deambulaba por las calles era la Chabela Meja. Ella era víctima de los muchachos del pueblo, especialmente cuando andaba con un “santo” cargándolo en sus brazos pidiendo limosna supuestamente para el santo.  En la tradición del pueblo católico de San Jorge, era costumbre que un devoto o devota recorriera los alrededores del pueblo cargando una imagen en sus brazos, recogiendo dinero para los gastos de la iglesia. A esta práctica de pedir limosna le llamaban “demandar”, cargar la imagen para que los fieles depositaran monedas en la alcancía que acompañaba a la imagen. Entre los fieles “demandantes” sobresalía la Chabela Meja, no recuerdo a otra persona. Pero los muchachos le salían en las esquinas por donde ella iba a pasar y le gritaban: “mee jaa, jaa vaca vieja”. Esta burla desataba la furia de la Chabela y comenzaba a gritarles improperios agotando las letras del alfabeto español; pero al terminar la retahíla, les decía: “no les digo más porque aquí llevo al santo”.

Andrés chorizo era otro personaje que cargaba ese apodo por su alargada nariz rojiza y un poco caída. Este personaje vestía un saco o chaqueta bastante raída por el uso diario y constante, pero que lo distinguía entre los demás personajes pueblerinos. El pobre Andrés era víctima de las burlas de los muchachos del barrio. Naturalmente, las burlas provocaban la furia de don Andrés y buscaba piedras en el suelo para vengarse, pero los avispados chavalos salían corriendo para esquivar las pedradas. A pesar del apodo que cargaba, y de su voz nasal, no tenía complejos. Se paseaba por las calles del pueblo, especialmente por las tardes.

“Las sombreronas”: la Pola sombrerona y la Guadalupe sombrerona eran hermanas, y siempre andaban juntas y trabajaban juntas. Eran mujeres que trabajaban en el campo bajo los rayos del inclemente sol tropical. Para librarse un poco de las quemaduras del sol, ellas usaban enormes sombreros de alas grandes, afianzados con barbiquejos. Estos sombreros aludos generaron el apodo de “Las sombreronas”. Como respuesta a este “mal nombre”, ellas correspondían con una andanada de palabras soeces que hacían saltar de las tumbas a las pobres madres de los inoportunos chavalos.

Otro personaje que viene a mi memoria era don Sigfrido. La gente del barrio del cual él era visitante frecuente, lo llamaban Sigfredo o Sifredo. El nombre Sigfrido tiene una historia mitológica que no estoy seguro si quienes lo nombraron así en su bautismo, hubieran tenido conocimiento de ella. La historia es la siguiente: “Sigfrido, proveniente de Sigurd (en nórdico antiguo:Sigurðr) o Siegfried (en alto alemán medio: Sîvrit), es un héroe legendario de la mitología germánica, que al matar a un dragón y bañarse con su sangre se volvió inmortal”.

Resulta que don Sigfrido visitaba mi casa buscando si había algo qué comer, cuando yo era muy pequeño; pero recuerdo que él le tenía miedo al crucifijo que mi mamá mantenía en una repisa a la entrada de la casa. Si él miraba la imagen, no entraba porque ahí estaba “la dormilona”. Mi mamá, como católica que era en esos tiempos, mantenía una repisa llena de imágenes, entre la que sobresalía el crucifijo de regular tamaño.

Todas esas imágenes desaparecieron cuando mi mamá se convirtió al Evangelio. Los vecinos la criticaron con comentarios ofensivos; pero algunos le solicitaban algunas de las imágenes. Yo nunca le pregunté qué hizo con ellas, pero desaparecieron de la repisa. Gracias a Dios que su conversión fue genuina, porque yo nunca le pedí que se deshiciera de ellas. Al principio, cuando estaba recién convertida, los misioneros nazarenos la llegaban a traer a su casa en sus camionetas; pero ella se cubría la cara con un pañito al pasar por las casas vecinas. Sin embargo, ya cuando se hizo miembro de la iglesia, llegaba a pie especialmente los domingos.

Estas historias han quedado grabadas en mi memoria, así como otras muy importantes también. Recuerdo que mi papá a veces me llevaba a su lugar de trabajo en Tola, a una hacienda llamada “Sacuanjoche”; pero los vecinos del lugar le decían “Cuacuanjoche”. Como mi papá era también carpintero, fabricaba casas a su patrón, don Adolfo Pastora, a la orilla del mar, en la población de Brito.

 

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