domingo, 30 de junio de 2013

EL OTRO LAZARILLO

EL OTRO LAZARILLO
Amadeo Albuquerque Lara
"Marido y señor mío, “adonde os me llevan? ¡A la casa triste y desdichada, a la casa lóbrega y obscura, a la casa donde nunca comen ni beben!" (Lazarillo de Tormes, Tratado Tercero, Como Lázaro se asentó con un escudero, y de lo que le acaeció con él).

Las expresiones anteriores se refieren al entierro de un hombre y de cómo se lamentaba la esposa, porque a su marido lo llevaban al cementerio, a la casa triste, lóbrega y oscura, a la casa donde nunca comen ni beben. Pero Lazarillo, quien observaba aquel raro funeral, interpreta estas lamentaciones como si se refirieran a la casa del escudero, quien lo había acogido y en donde nunca había nada que comer, en donde la soledad, la tristeza y la miseria imperaban.

Así era la vida del otro Lazarillo, un infortunado muchacho a quien a sus cortos dos años su madre lo entregó a una familia que acostumbraba no comer los tres tiempos normales. Por la mañana, una bolsita de “glu glu” y un pico como a las diez; el almuerzo, a las cuatro de la tarde con un poco de frijoles y un vaso de pinolillo, para no volver a probar bocado, hasta el próximo día. Igual que el ciego, primer amo de Lazarillo, quien prometió a su madre “que me recibía no por mozo sino por hijo”, los padres adoptivos también prometieron a la madre del otro Lazarillo que lo adoptaban como a un hijo. Sin embargo, el pobre niño, con el paso de los años, se convirtió en una especie de esclavo. Barría, limpiaba la casa, cortaba la hierba del patio, limpiaba el taxi de la familia, lavaba los trastos y también la ropa. A cambio no recibía ningún salario y lo vestían muy mal.

El niño creció en este ambiente y aprendió a comer la escasa alimentación de aquella casa cuya ruina y tristeza semejaba la del escudero. Era una vivienda a medio hacer, una parte del techo de zinc y la otra mitad descubierta que cuando arreciaba la lluvia había que guarecerse en la parte techada. Sin embargo, igual que el escudero de Lazarillo de Tormes, sus moradores se consideraban de la clase media alta de aquella sociedad. Pero de tanto escuchar las fanfarronadas de la familia, el niño llegó a creer en aquellas riquezas imaginarias, embaucado como estaba Sancho Panza con la oferta de gobernador de la Isla Barataria. Así trascurría la vida de aquel niño a quien le he llamado “El otro Lazarillo” por las similitudes con la vida del de Tormes.

El niño llegó a la adolescencia viviendo en aquella especie de casa en donde todo escaseaba, especialmente para él. Era un “hijo de casa” a como le llamaban  en tiempos pasados, porque aquellos hijos de casa vivían con una familia, hacían los quehaceres, pero no recibían salario alguno ni comían lo mismo que sus amos ni se les permitía entrar por la sala, sólo por el zaguán.

El otro Lazarillo se distinguía del clásico Lazarillo de Tormes en que no andaba de casa en casa en los primeros años de su vida, pero cuando cumplió sus diecisiete años, buscó quien le ofreciera refugio. Llegó a una vivienda a donde vivía una familia formada por el padre, la madre y una hija que ya tenía un niño. El otro Lazarillo pensó que esa podría ser su nueva vivienda que le presentaba la posibilidad de abandonar aquella casa triste, lóbrega y oscura en donde muy poco comían y bebían.  Y al igual que el Arcipreste de Hita, decidió tomar “senda por carrera como faze el andaluz”. El abandono del primer hogar le abrió los ojos para buscar otros horizontes en donde pudiera encontrar el amor de madre que nunca tuvo. Pero en su lugar, se encontró con la dureza de sus nuevos amos que aunque no le ofrecían hogar, explotaban sus fuerzas en trabajos crueles por una injusta paga y sin nada que comer.
Los señores de la casa le permitieron vivir allí sólo y sólo si aportaba para los gastos de la casa. El muchacho se fabricó un pequeño cuarto con plástico negro y ripios de madera. Empezó a buscar trabajo de cualquier cosa en los alrededores del barrio, porque el pobre creció sin aprender ningún oficio. Sus padres adoptivos lo mandaban a las escuelas públicas, pero nadie controlaba sus inasistencias, hasta que lo suspendían una y otra vez. Cumplido cierto número de inasistencias a la escuela, lo expulsaban. Lo matriculaban el año siguiente en otra escuela, pero sucedía igual. El pobre muchacho no llegó ni a segundo grado de primaria y con dificultad leía y escribía.

La vida le enseñó muchas cosas, entre ellas, a tomar lo que no era suyo  y por eso lo despedían de uno y otro trabajo y este destino ambulatorio lo hizo identificarse con el Lazarillo de Tormes. Sin embargo, como sus padres adoptivos poseían un viejo taxi que por no recibir mantenimiento ya más bien parecía una chatarra, su ambición era aprender a manejar taxis, obtener una licencia de conducir y lograr el cambio de vida. Pero esto nunca fue posible porque en su primer hogar nunca le confiaron tomar el timón de aquel destartalado auto y porque desde sus años de adolescente sus mismos padres adoptivos lo condujeron a las oficinas de la policía en donde le mancharon su récord de conducta por supuestos hurtos en la vivienda. A pesar de que allí no había nada de valor, le inventaron joyas y aparatos electrodomésticos que el muchacho había sustraído y vendido no se sabe adónde. Pero lograron que su certificado de conducta nunca fuera favorable para él.

Viendo que sus sueños habían sido truncados, empezó a trabajar limpiando pisos, lavando ropa ajena, reparando techos, soldando en talleres en donde le permitían este oficio. Sin embargo, su vieja costumbre de “tocar” lo ajeno, lo hacía perder aquel empleo que con tantas ansias había logrado. Condenado por sus malos hábitos, se vería obligado a realizar los trabajos domésticos muy poco remunerados, pero que le ayudaban a sobrevivir y por lo menos, llevar algo que comer a su nueva familia.

Su vida de Lazarillo era más bien de trabajo en trabajo, de pueblo en pueblo en donde le ofrecieran algo que hacer y algo que ganar, para contribuir con los comestibles de la casa que le ofreció un reducido espacio en donde pasar la noche. Pero a pesar de aquella obligación, él no tenía derecho de participar de vianda alguna. En aquella casa no había mucho que ofrecerle, pero era peor dormir en las aceras del pueblo, así que se resignó a aceptar aquel refugio que más bien le recordaba los años de infancia. Era igual a la casa lóbrega y oscura en donde no se comía ni bebía, pero por lo menos el Escudero le permitía participar de la vianda que Lazarillo conseguía, aunque fuera una pezuña de vaca.

Nuestro moderno lazarillo nunca fue guía de ciegos, como el clásico de Tormes, pero se acostumbró a viajar de trabajo en trabajo como se le presentaba la oportunidad  de ganar unos cuantos pesos. Pero en sus días de ocio no se podía dar el lujo de disfrutar un día de descanso, pues los señores del nuevo albergue lo obligaban a salir en busca de trabajo o por lo menos en donde calmar su hambre. Parecía que aquel refugio era menos humanitario que el anterior, porque por lo menos en su infancia aunque no comía con regularidad, no lo obligaban a salir de casa en busca de trabajo, pero como el hijo pródigo de la parábola bíblica, ahora había perdido el poco calor que le brindaban. Pero a diferencia del hijo pródigo, nuestro lazarillo nunca opinó por volver al hogar, porque allí no habría fiesta, no habría un sabroso banquete, ni ropas nuevas si volvía.

Pero el destino no era tan cruel contra nuestro lazarillo. Con el tiempo y su costumbre de deambular por las calles en busca de trabajo, se topó con una familia que le ofrecía trabajos domésticos y una regular alimentación. En aquella familia, nuestro lazarillo encontró compasión y allí pasaba la mayor parte del tiempo esperando las horas de las comidas con el compromiso de lavar los trastos y asear la casa. También en aquel hogar pasaba las horas que en su albergue no le permitían pasar, y además, llevaba un poco de dinero por realizar los quehaceres. Así que allí esperaba que llegara la noche para poder llegar sólo a dormir en su pequeño cuarto forrado con plástico negro y ripios de madera, pero que hacían más llevadera la vida de aquel infortunado muchacho. La vida le enseñó que para sobrevivir, debía aceptar cuanto trabajo le saliera al encuentro. De barrendero, de albañil, de carpintero, de soldador, de mesero en una cantina, de lavandero, de cortador de frutas, porque aprendió a trepar árboles de cocotero, de mangos, de aguacates, de naranjas y limones, a cortar y vender mamones en tiempos de cosecha y así en cada temporada, siempre estaba listo a cortar las frutas que estuvieran disponibles.

Nunca pudo tener un trabajo fijo en ninguna casa comercial o ni en ningún taller, porque su récord no se lo permitía, aunque por unas cuantas semanas anduvo de ayudante de un camión repartidor de bebidas embotelladas, solamente fue temporal, en tiempos de mayor demanda de estas bebidas. Así que nuevamente volvía a sus acostumbrados trabajos domésticos o de cortador de frutas.

Su madre biológica, después de abandonarlo en aquella casa triste, lóbrega, oscura y donde no se comía ni se bebía regularmente, emigró a un país vecino y nunca más se acordó de enviarle siguiera una carta, mucho menos unos cuantos pesos. Nunca supo el destino de su progenitora igual de incierto como su propio destino. Así que decidió formar una familia con la hija de aquella pareja que le brindó un pedazo de suelo en donde fabricarse un remedo de cuarto. Sin embargo, debido a sus trabajos irregulares, la pareja de ancianos nunca estuvo de acuerdo que se uniera a su hija para formar la deseada familia del otro Lazarillo.

Pero fueron tantos los ruegos a toda hora y tanta la soledad de ambos, que poco a poco la hija de la pareja fue aceptando los cortejos que más bien sonaban como una plegaria en un día de difuntos. A escondidas de los ancianos, los dos jóvenes empezaron a sostener relaciones esporádicas, sólo cuando la oportunidad se las permitía. Pero, ¡oh sorpresas del destino!  La muchacha empezó a sentir que algo palpitaba en su vientre y pronto se dio cuenta del embarazo que nunca hubiera deseado. Al principio pensó en el aborto como un medio de esconder aquellos encuentros furtivos, pero esto no fue posible porque ni ella ni su joven amante podían costearse los servicios médicos. Así que se resignó a confesar su desliz ante aquellos rigurosos ancianos que la habían encerrado, igual que a Melibea. Pero esta “Melibea” no necesitó de ninguna celestina, sólo un momento de placer y el descuido de los viejos.

La reacción de aquellos ancianos sonó como el estruendo de una rayería en seco. La furia fue tan grande que arrodillaron a nuestro Lazarillo, quien temblando de miedo prometió hacerse cargo de su hijastro, de su nueva pareja, así como del fruto que aquella llevaba en su vientre. Palabra de caballero, nuestro Lazarillo comenzó con más vehemencia a buscar trabajo en cuanta empresa o taller le fuera posible, pero igual que antes, sólo los oficios domésticos lo sacaban del apuro. Los suegros ahora eran más exigentes con las provisiones. Tenía que proveer los víveres de la pareja de ancianos, la alimentación especial de la futura madre y hacerse cargo de la crianza de su hijastro, además de llevarlo al colegio, comprarle ropa y zapatos además de los útiles escolares.

Ahora la vida de nuestro Lazarillo de pronto se volvió más cruel y confusa, pero el compromiso de caballero ante aquella pareja de ancianos, lo obligaba cumplir. Sin importar cómo conseguía el dinero, semana a semana llegaba la provisión prometida. Por ahora, solamente la esperanza de ser padre le daba las fuerzas para seguir realizando aquellos trabajos, que aunque lo llenaban de vergüenza, eran de ineludible cumplimiento.


Así transcurrió la vida de este otro Lazarillo que en el ocaso de su vida tuvo la oportunidad de que su propio hijo lo sacara de la pobreza eterna en que se había sumergido. Como un hada madrina, el hijo del Lazarillo moderno encontró un ángel que le ayudó a prepararse y a obtener una profesión.  Aunque nuestro Lazarillo salió de la pobreza, no así la madre de su hijo, quien encontró la muerte cuando un rayo la fulminó junto al lavandero de su casa, cuando el muchacho apenas terminaba sus estudios secundarios. También así le llegó el fin de su existencia a nuestro anciano Lazarillo en cuya lápida se lee: “Aquí yacen los despojos de quien logró sobrevivir en un ambiente cruel”.